Aquella tarde, Ana, se sintió especialmente cansada. Miró a Mario, su marido, llevaba años mirándolo, no estaba muy diferente de cuando se conocieron, algunas canas y algo más de peso. Por lo demás casi diría que era el mismo hombre taciturno, razonable, con los pies en la tierra, de veinte años atrás.
La noche que se conocieron la pasaron deambulado por las calles solitarias del pueblo. Al amanecer, en la casapuerta, Mario le cambio el adiós por un te quiero y un sol cálido, madrugó en los ojos de Ana.
Ella lo buscó, desanduvo la noche anterior hasta encontrarlo, sin decir nada se sentó a su lado, en la cafetería Mar y sus manos doblaron servilletas, pájaros de servilletas de papel. Desde entonces la distancia entre dos besos se hizo más corta que el día.
Pero aquella tarde, Ana, estaba tremendamente cansada, miró a Mario y sintió un tijeretazo en los párpados , entonces supo de donde le venía el cansancio. Del cuerpo, de todos los cuerpos, de su propio cuerpo, del cuerpo de Mario y de todos los cuerpos que la habían rozado, respirado. Ana siempre fue demasiado leve, demasiados pájaros de papel en sus manos y Mario llevaba años tirándolos a la papelera, sujetándola, convencido de aportarle la estabilidad, la realidad que ella necesitaba. Pero aquella tarde, cuando Mario volvió del trabajo, en las ventanas, en las mesas, en las sillas, en el suelo, por todas partes había pájaros, pájaros de papel de libro. ¿Qué has hecho? Preguntó Mario, desconcertado. Ella le miró, como si realmente lo estuviese viendo, guardó silencio unos segundos y le dijo:
-Me cansé de los cuerpos, desde ahora te voy a soñar-
Al escuchar las palabras de Ana, Mario, por primera vez en su vida, sintió bajo sus pies arenas movedizas.
La noche que se conocieron la pasaron deambulado por las calles solitarias del pueblo. Al amanecer, en la casapuerta, Mario le cambio el adiós por un te quiero y un sol cálido, madrugó en los ojos de Ana.
Ella lo buscó, desanduvo la noche anterior hasta encontrarlo, sin decir nada se sentó a su lado, en la cafetería Mar y sus manos doblaron servilletas, pájaros de servilletas de papel. Desde entonces la distancia entre dos besos se hizo más corta que el día.
Pero aquella tarde, Ana, estaba tremendamente cansada, miró a Mario y sintió un tijeretazo en los párpados , entonces supo de donde le venía el cansancio. Del cuerpo, de todos los cuerpos, de su propio cuerpo, del cuerpo de Mario y de todos los cuerpos que la habían rozado, respirado. Ana siempre fue demasiado leve, demasiados pájaros de papel en sus manos y Mario llevaba años tirándolos a la papelera, sujetándola, convencido de aportarle la estabilidad, la realidad que ella necesitaba. Pero aquella tarde, cuando Mario volvió del trabajo, en las ventanas, en las mesas, en las sillas, en el suelo, por todas partes había pájaros, pájaros de papel de libro. ¿Qué has hecho? Preguntó Mario, desconcertado. Ella le miró, como si realmente lo estuviese viendo, guardó silencio unos segundos y le dijo:
-Me cansé de los cuerpos, desde ahora te voy a soñar-
Al escuchar las palabras de Ana, Mario, por primera vez en su vida, sintió bajo sus pies arenas movedizas.