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jueves, 26 de febrero de 2009

No alcanzaré a la primavera.

Arqueó el lomo y me amenazó con uñas y colmillos. Espanté al gato para quedarme con un rayito de sol. Lo hice por culpa de Violeta. Aquel invierno el frío se metía por debajo de la piel y Violeta me lo metió en los huesos. Cuando la conocí llevaba un muerto sentado en su sombra. Caminaba despacio, arrastrando los pies. Los muertos pesan.
Nunca había visto a un muerto. El de Violeta reía con dientes amarillos, tenía luciérnagas en los ojos y le flotaba el pelo. Y olerle era como meter la nariz en un jarrón de agua putrefacta de flores.
Robé un poco de sol para calentarme. Violeta me pidió, me rogó, me suplicó que la ayudara a librarse de él. Sin embargo no me advirtió de las consecuencias, ni del frío que helaría mis huesos. Violeta era dulce y cálida. Su pelo anaranjado olía a azahar. Sus ojos, del color de la avellana, derramaban luces y su voz, cómo resistirse a su voz. Casi pegaba su boca a mi oído y en un susurro capaz de apaciguar a un perro rabioso, me pedía ayuda.
-Quítame este muerto que amarra mi vida. El dolor de su peso me rompe. Corta mi sombra una noche de luna llena cuando el lobo calle y las brujas acaricien a los unicornios. Pídele a la más anciana el cuerno de un unicornio que haya muerto una noche de luna nueva y corta con él mi sombra.-
Lo hice. Corté su sombra.
Violeta cayó en una profunda tristeza, su pelo anaranjado tomó el color de la luna, su llanto semejaba el aullido de un lobo. Y volvió a pedirme ayuda.
-No me dejes en esta soledad, en este vivir sin mi muerte. No quiero mi sombra, sino las luciérnagas que se posaban en ella, la sonrisa que caminaba a mi lado y el olor a flores muertas. Pídele a la bruja más anciana el cuerno de un unicornio que haya muerto una noche de luna llena y dámelo.-
Lo hice.
Desde entonces tengo frío, mucho frío. Violeta se cortó la vida pero yo no la llevo sentada en mi sombra. Ella es el frío que hiela mis huesos y aquel invierno hizo tanto frío, que tuve que espantar a un gato para coger un rayito de sol. Desde entonces lo llevo conmigo; me araña, me muerde, aúlla y se derrama suave y cálido como los ojos de Violeta.

sábado, 21 de febrero de 2009

Que la noche...


Que la noche se rompiese en tu boca
y en mi corazón,
no me bastó
para olvidarte.
Que tu miedo fuera amarme
y apartaras tu cuerpo
de mí,
no me basto
para olvidarte.
Si la muerte
como hoja de otoño
me hubiese mecido
al viento,
tampoco
me habría bastado.
Me bastó,
no oír campanillas en tus palabras.
Me bastó,
no ver polvo de estrellas en mis manos.
Me bastó,
no sentir hormigas en los pies.
Dejé de amarte por las mismas causas que te amé.

lunes, 16 de febrero de 2009

EL AMANTE

Mercedes dejó a su marido sin mediar palabra. Una mañana de agosto cogió un poco de ropa, la cartilla de ahorros con siete mil euros y se fugó con el corneta de la banda municipal. Un hombre callado de mirada vidriosa y botella en mano, para aclarar la garganta, solía decir.

Viajaron sin rumbo, él medio borracho y ella agarrada a un sueño. La primera noche la besó y le dijo que la quería; las siguientes, como un muñeco roto se desplomaba en la cama oliendo a una mezcla de vómito y alcohol.

Después de seis días de carretera y pensiones de mala muerte, la dejó tirada, llevándose los últimos cuatro mil euros.

Mercedes pasó dos días con sus noches, sentada en un banco. No hubo llanto ni dolor ni rabia, solo una losa negra aplastándole la mente, estrujándole los sueños que le caían a chorro por los hombros, los brazos, las manos, los dedos, las uñas, rebotaban en el asfalto, se deslizaban por el borde de la acera y se hundían en la alcantarilla.

Alguien que pasaba por allí la encontró, tenía la boca manchada de sangre y las muñecas mordidas, deliraba.

A los quince días de la huída de Mercedes, su marido recibió una llamada telefónica de la policía; su mujer se hallaba en el centro médico de un pueblo lejano y desconocido, la habían identificado por el carnet de conducir, le pedían que fuera a recogerla. Él se negó, alegando que el divorcio estaba en trámite.

sábado, 7 de febrero de 2009

Mi abuela y la Luna




El día que el hombre pisó la luna a mi abuela la pisaba la muerte. Llegó a mi casa con su eterno luto, se sentó en el sofá del salón y me pareció que se hacía un poquito más pequeña. A mi abuela, según ella, el médico le diagnosticó vejez. Le tocaba irse porque estaba vieja, demasiado vieja.

Rosario, mi abuela, era una mujer diminuta, pasó por la vida sin molestar a nadie, parió diecisiete veces y crió a catorce hembras. Cuando le dije que el hombre había llegado a la luna, me sonrió, movió la cabeza de un lado a otro, y con un cierto tono irónico me dijo –no deberías creer todo lo que cuentan-

Rosario tenía su propia teoría. Para ella, la tierra seguía siendo plana y una enorme bóveda transparente la protegía, ningún artilugio del hombre podría atravesarla ¡cómo iba a llegar a la luna! El universo era una gran foto, y todos los astros incluida la luna reposaban sobre la bóveda.

Al cabo de dos días la visité. Estaba sentada en su butaca, creo que había vuelto a encogerse. La habitación parecía de hielo y una especie de halo la cercaba. De su boca salían estertores –No temas, - me dijo- es solo que estoy vieja y me sequé por dentro.

Aquella noche murió, una noche de Luna Nueva.

Cuando la tierra se oscurece y la noche se hace más negra que el carbón, solía contarme mi abuela, la Luna baja a por sus muertos. No tengas cuidado mi niña, la Luna siempre avisa.




domingo, 1 de febrero de 2009

LESBOS

Solían dormir juntas en una cama de 80. Fumaban cigarrillos y hablaban hasta que el sueño las vencía. Se conocieron, a los doce años de edad, en un curso de pintura y se volvieron inseparables.

Marta e Isa, dibujaban, en papel vegetal, estrellas y lunas, casas sin techos y pájaros gigantes, y en la pared de la habitación de Marta, un planeta al que llamaron Lesbos; un planeta amarillo con un enorme sol azul.

Algún día, solía comentar Isa, de nuestros omóplatos nacerán unas alas de color naranja y volaremos a Lesbos. Allí la espuma del mar sabe a algodón de feria y las flores susurran canciones de amor; hay libros en los bancos, en las aceras, en las puertas…miles, millones de libros y los interruptores conceden deseos…

Marta e Isa se conocían hasta la saciedad. Pegaditas en la cama se contaban secretos.

Pasaron los años y en una de las salidas nocturnas, Isa conoció a Juan y le entraron ganas de marido de hijos

Marta e Isa hicieron el amor en una cama de 80. Muy pegaditas se recorrieron sobre una ola de espuma blanca, encendieron todas las luces y unas alas fluorescentes empezaron a crecer de sus omóplatos. Pero Isa, quería a Juan y al amanecer dos líneas rojas se dibujaron en su espalda.

Marta estudió el vuelo de los pájaros, las corrientes del aire, las mareas y las fases lunares, practicó el despegue y el descenso, el vuelo rápido y la parada y cuando estuvo segura de saber todo cuanto necesitaba emprendió el vuelo hacía Lesbos.