Arqueó el lomo y me amenazó con uñas y colmillos. Espanté al gato para quedarme con un rayito de sol. Lo hice por culpa de Violeta. Aquel invierno el frío se metía por debajo de la piel y Violeta me lo metió en los huesos. Cuando la conocí llevaba un muerto sentado en su sombra. Caminaba despacio, arrastrando los pies. Los muertos pesan.
Nunca había visto a un muerto. El de Violeta reía con dientes amarillos, tenía luciérnagas en los ojos y le flotaba el pelo. Y olerle era como meter la nariz en un jarrón de agua putrefacta de flores.
Robé un poco de sol para calentarme. Violeta me pidió, me rogó, me suplicó que la ayudara a librarse de él. Sin embargo no me advirtió de las consecuencias, ni del frío que helaría mis huesos. Violeta era dulce y cálida. Su pelo anaranjado olía a azahar. Sus ojos, del color de la avellana, derramaban luces y su voz, cómo resistirse a su voz. Casi pegaba su boca a mi oído y en un susurro capaz de apaciguar a un perro rabioso, me pedía ayuda.
-Quítame este muerto que amarra mi vida. El dolor de su peso me rompe. Corta mi sombra una noche de luna llena cuando el lobo calle y las brujas acaricien a los unicornios. Pídele a la más anciana el cuerno de un unicornio que haya muerto una noche de luna nueva y corta con él mi sombra.-
Lo hice. Corté su sombra.
Violeta cayó en una profunda tristeza, su pelo anaranjado tomó el color de la luna, su llanto semejaba el aullido de un lobo. Y volvió a pedirme ayuda.
-No me dejes en esta soledad, en este vivir sin mi muerte. No quiero mi sombra, sino las luciérnagas que se posaban en ella, la sonrisa que caminaba a mi lado y el olor a flores muertas. Pídele a la bruja más anciana el cuerno de un unicornio que haya muerto una noche de luna llena y dámelo.-
Lo hice.
Desde entonces tengo frío, mucho frío. Violeta se cortó la vida pero yo no la llevo sentada en mi sombra. Ella es el frío que hiela mis huesos y aquel invierno hizo tanto frío, que tuve que espantar a un gato para coger un rayito de sol. Desde entonces lo llevo conmigo; me araña, me muerde, aúlla y se derrama suave y cálido como los ojos de Violeta.
Nunca había visto a un muerto. El de Violeta reía con dientes amarillos, tenía luciérnagas en los ojos y le flotaba el pelo. Y olerle era como meter la nariz en un jarrón de agua putrefacta de flores.
Robé un poco de sol para calentarme. Violeta me pidió, me rogó, me suplicó que la ayudara a librarse de él. Sin embargo no me advirtió de las consecuencias, ni del frío que helaría mis huesos. Violeta era dulce y cálida. Su pelo anaranjado olía a azahar. Sus ojos, del color de la avellana, derramaban luces y su voz, cómo resistirse a su voz. Casi pegaba su boca a mi oído y en un susurro capaz de apaciguar a un perro rabioso, me pedía ayuda.
-Quítame este muerto que amarra mi vida. El dolor de su peso me rompe. Corta mi sombra una noche de luna llena cuando el lobo calle y las brujas acaricien a los unicornios. Pídele a la más anciana el cuerno de un unicornio que haya muerto una noche de luna nueva y corta con él mi sombra.-
Lo hice. Corté su sombra.
Violeta cayó en una profunda tristeza, su pelo anaranjado tomó el color de la luna, su llanto semejaba el aullido de un lobo. Y volvió a pedirme ayuda.
-No me dejes en esta soledad, en este vivir sin mi muerte. No quiero mi sombra, sino las luciérnagas que se posaban en ella, la sonrisa que caminaba a mi lado y el olor a flores muertas. Pídele a la bruja más anciana el cuerno de un unicornio que haya muerto una noche de luna llena y dámelo.-
Lo hice.
Desde entonces tengo frío, mucho frío. Violeta se cortó la vida pero yo no la llevo sentada en mi sombra. Ella es el frío que hiela mis huesos y aquel invierno hizo tanto frío, que tuve que espantar a un gato para coger un rayito de sol. Desde entonces lo llevo conmigo; me araña, me muerde, aúlla y se derrama suave y cálido como los ojos de Violeta.