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viernes, 17 de diciembre de 2010


EL TAZON DE PORCELANA O LA MUERTE DEL PAVO
Colocado en la vieja ventana de la cocina, la que daba al patio interior, era vigilado por mí. Jamás lo había tocado y la idea de que el blanco tazón de porcelana pudiera ser confundido con los restantes tazones me horrorizaba.
Mi padre, invariablemente, el último sábado de cada mes, compraba un pollo. A primera hora del domingo mi madre lo mataba. Yo, asistía, impávida, al ritual de la muerte.
Mi madre colocaba sobre los desgastados ladrillos del patio, el tazón, y con su mano izquierda cogía al pollo por las patas y con la derecha le abría las alas pisándolas fuertemente contra el suelo. Del bolsillo de su delantal sacaba un afilado cuchillo, agarraba la cabeza del ave echándola hacia atrás, comprobando que el tazón estuviese situado debajo de su pescuezo y de un tajo limpio se lo abría. Un rojo intenso brotaba a toda prisa, el ave forcejeaba, luchaba por liberar sus pobres alas de aquellas dos enormes piernas firmes, decididas a no moverse.
Yo, contemplaba la escena sin pestañear. Observando como el tazón se llenaba, como el rojo inundaba el hueco y las últimas gotas caían lentas resistiéndose a su final. Pero sabía que, aún después de desangrado, el ave podía sacar fuerzas, retorcerse, ponerse de pie. –Mamá, no lo sueltes- le decía, después de ver caer la última gota de sangre que colmaba el tazón sin desbordarlo. Y cuando estaba segura de que todo había terminado, daba mi orden - mamá, no te olvides de dejar el tazón en la ventana-
Pero aquel sábado de agosto mi padre, contraviniendo la costumbre de tantos años, apareció con un pavo, un hermoso y gordo pavo. Quedé sorprendida, nunca había visto nada igual. Durante todo el día jugué con el pavo. A la mañana siguiente me levanté temprano, dirigí mis pasos a la cocina y esperé a mi madre. Al cabo de media hora escuché sus pasos acercándose.
–mamá, le dije, no mates al pavo-
-estás tonta niña, contesto mi madre, ¿es que quieres que se enfade tu padre?-
Esta vez no asistí al ritual de la muerte. Cuando toda la familia se sentó a la mesa para dar buena cuenta del pavo, me cruce de brazos, bajé la cabeza y me negué a comer.
-¿y esta por qué no come? Preguntó mi padre.
-habéis matado mi pavo- dije.
-jajaja- se rió mi padre –tu pavo, tú no tienes nada y como no comas te voy a calentar -
Levanté la cabeza y le miré, desafiándolo. Él, acercó su rostro al mío, me miró con furia, me agarro por el cuello hasta levantarme del asiento y me golpeó repetidas veces.
-Y ahora, te sientas, y no se te ocurra levantarte hasta que el plato este rebañado- sentenció mi padre.
Me ardía todo el cuerpo. Sentía cada manotazo. Apretaba la boca y la garganta para no llorar.
A la siete de la tarde mi madre me dijo –levántate, le diré a tu padre que te lo comiste -
Aquella noche, mientras todos dormían, salí del cuarto con sumo cuidado, atravesé a tientas la oscuridad hasta llegar a la cocina; allí, una débil luz de luna entraba a través de la ventana. Me acerqué al aparador, saqué los seis tazones de porcelana blanca y los coloqué con cierta parsimonia en la ventana alrededor del séptimo tazón. Me alejé un poco y contemplé, segura de mi misma, los sietes tazones que bajo la luz lunar aparecían más blancos, más limpio y sin poder quitarme a mi padre de la cabeza, me pregunté -¿tendrán la capacidad justa?-