Bajó despacio del coche. Hacía años que nada la impacientaba. Las horas, las horas negras y todas las demás se las había tragado la noche, aquella noche en la que los ojos de Ana no pudieron perderse en el azul de Álvaro.
Los relojes, muertas las manecillas, se refugiaban en los cajones. Y un frío de ausencias escarchaba la alfombra y los pasillos. A Ana le llovía el pasado en su cama, gotas azules de te quiero, blancas de caricias, húmedas de placer, su cuerpo gimiendo en otro cuerpo. Una cama demasiado grande mojándole el alma y la almohada.
Ana bajó del coche, dejó caer la llave en el bolso y caminó despacio, todo el tiempo del mundo la aguardaba. Los cinco peldaños de madera se hicieron mil y su pie saboreó la eternidad, por un instante. Caminó sobre la arena fría de la noche, las estrellas parecían recién lavadas y las algas desconcertadas danzaban enloquecidas, brillantes en su dulce verde a sabiendas de que nunca jamás su dulce verde sería esperanza.
Ana se detuvo en la orilla como todas las noches. Su amado dormía el sueño de los peces y su corazón de sal buscaba el cuerpo de Ana. Pero Ana no tenía prisa. La urgencia del tiempo no la reclamaba. Algún día ella no dejaría de caminar de sentir la inmensidad del agua en su piel. Mañana. Mañana volvería. Anduvo sobre sus huellas de ida y vuelta, de vuelta e ida….No tenía prisa, tan segura estaba que él la esperaría hasta el fin de los tiempos.